Mastodonte @ Teatro EDP Gran Vía (Madrid) 07-03-2020


Es difícil empezar una crónica de semejante evento después de lo acontecido en los días sucesivos. Todo ha pasado muy rápido. Resumiendo la situación en pocas líneas, Mastodonte anunciaba el regreso a Madrid con su espectáculo «La Transfiguración del Mastodonte», asentando su nuevo hogar nómada en el Teatro EDP Gran Vía durante varios sábados en horario matinal. Ayer mismo, y tras las medidas adoptadas por las autoridades, la compañía expresaba su desconcierto mediante un comunicado en el que anunciaban la suspensión de sus próximos pases, programados para los días 14 y 21 de marzo. Este coronavirus ya ha saltado a la cultura y, como en todos los demás ámbitos, la incertidumbre gobierna ahora el barco. Esperamos que todo vuelva a la normalidad cuanto antes y que espectáculo pueda seguir disfrutándose tal y como lo vivimos en su primera sesión. Últimamente tengo la sensación de estar viviendo un sueño grotesco, donde cosas normalizadas hace solo unas horas pasan a ser una utopía poco después.
Puedo imaginarme también la montaña rusa de emociones de Asier Etxeandia en esta intensa etapa. Después de ganar merecidamente aún más notoriedad mediática y de ser nominado al Goya por su interpretación en «Dolor y Gloria», el artista bilbaíno armaba junto a Enrico Barbaro un ilusionante proyecto escénico en el que se aunaban danza, teatralidad y por supuesto música. Lo hacían gestando juntos un rico imaginario, con el hilo conductor del mastodonte como figura metafórica que acaba por aplastar nuestras verdaderas pulsiones e identidades. La cosa no pudo salir mejor. Cosechando desde finales de 2018 críticas unánimes, Mastodonte crecía vertiginosamente convirtiéndose en uno de los fenómenos de la pasada temporada. Después de arrasar en salas y teatros de toda España, volvían en la capital con una puesta en escena absolutamente abrumadora. Trajes y vestuario de cuidada factura, coreografías, sonido perfecto, una gran iluminación y una idea muy clara: realizar un espectáculo totalmente horizontal, donde desde el primer momento se nos servía en bandeja de plata la libertad más absoluta. Un encuentro donde, según el propio Asier, «nos sintamos como en el salón de nuestra casa». Literalmente todo estaba permitido. Una premisa que ya en la primera canción desafiaba los límites del formato, cuando en el momento álgido de ‘Lord Byron’ era el propio publico quien tomaba la iniciativa y se levantaba de sus butacas. Un envite a la forma prestablecida en la que se supone que se debe disfrutar de una representación teatral canónica. O simplemente unas ganas irrefrenables de bailar y celebrar.
Un exorcismo colectivo que capitaneaba Etxeandia y que a los pocos minutos ya había contagiado a todo el respetable. Mirases a donde mirases solo podías ver sonrisas de complicidad. Una gran comunidad unida por el pegamento indisoluble de la felicidad. Después de haber vivido muchos conciertos en directo, sé perfectamente reconocer esa sensación de plenitud y satisfacción que deja tras de sí el éxtasis. Que siempre, si es compartido es muchísimo más excitante. También ayudaba a este efecto la botella de tequila José Cuervo que el propio Asier lanzaba a las primeras filas para que fuese rulando por todo el patio de butacas, que para ser concretos, la mayor parte del tiempo no fue un patio de butacas, sino una pista de baile en la que se intercambiaban posiciones y risas sin ninguna jerarquía. Las bases electrónicas que lanzaba Barbaro, junto a una banda de lujo a la altura de la ocasión, incendiaban la pista con el funk imparable de ‘Hacer’ o los sintetizadores de ‘Glaciar’ y ‘Este Amor’. O, cambiando de sonoridades, el elegante rock de cámara de cadencia pausada de ‘Fuerte y Lento’ o las guitarras más estridentes y aceleradas de ‘Bilbao’.
Con incesantes incursiones entre sus fieles, Asier Etxeandia iba poco a poco protagonizando esa transformación. Desde la silla de ruedas del hospital hasta liberarse de esa máscara de mil caras, que le poseía en sus primeras canciones como una especie de gladiador atado a su destino. Todo con tal de acercarse a la espiritualidad o regurgitar su alma para renacer convertido en otra cosa. Y en lecturas menos profundas, esa versión del ‘Let’s Dance’ de David Bowie que ponía patas arriba el teatro. Una continuación con tintes festivos que se trasladaría al escenario, por donde bailaban desenfrenados amigos de la banda y parte del equipo de producción. La gran familia de Mastodonte. Y en medio de esta maravillosa locura festiva, sonaban ‘Mastodonte’, la belleza descarnada de ‘Su Forma de Andar’ y la emocionante catarsis de ‘Redención’. Más allá de la música y de todo lo que la rodea, pocas veces he asistido a un concierto donde se respire tantísimo buen rollo en el ambiente. Aire limpio, refrescante. Me siento afortunado de haber podido vivir esto, y deseo que mucha más gente pueda formar parte de este espectáculo. Igualmente, por el inmenso trabajo que existe detrás de este proyecto, se merecen que les vaya muy bien. Ojalá podamos recobrar pronto la normalidad y seguir disfrutando sin preocupaciones de este tipo de cosas, que a más de uno nos dan la vida.