Llegada una cierta edad y vividas unas ciertas cosas, la definición de lo cool cambia inevitablemente. Para Kate Crutchfield (más conocida como Waxahatchee) y Jess Williamson, parece que esta idea se convirtió en axioma de forma paralela y coincidente. La primera, natural de Alabama, publicó en 2020 «Saint Cloud»; un disco gigante en el que explotaba una sensibilidad country apenas insinuada en su discografía anterior, y que suponía un salto cuántico en cuanto a madurez compositiva (no les voy a engañar; «Saint Cloud» es, con diferencia, el disco que más he escuchado en los últimos dos años de mi vida). Por su parte, el mismo año Jess Williamson se sacó de la manga «Sorceress», otro trabajo indiscutible con el que la de Austin se transmutaba en una suerte de Stevie Nicks texana del siglo XXI.
Tras un periplo interesante, pero no especialmente espectacular, por el mundillo indie, en 2020 tanto Crutchfield como Williamson coincidieron en un momento vital en el que dejaron de esconder sus acentos sureños, analizaron con una nueva mirada la eterna dialéctica de los conflictos intergeneracionales para sospechar que, a lo mejor, lo realmente cool se encontraba en la tradición social y cultural heredada de sus padres y abuelos (¿han leído «Feria», de Ana Iris Simón?), y pasaron a reivindicar sin tapujos a Lucinda Williams, The Chicks o Shania Twain. Parece natural y casi inevitable que ambas decidieran aunar talento y canciones enormes en forma de proyecto en común: el resultado de tan feliz unión toma el nombre de Plains, y su debut en largo «I Walked With You a Ways» es uno de los trabajos más completos y redondos que ha ofrecido el panorama de la Americana en los últimos años.
A lo largo del disco nos encontramos con diez pequeñas joyas trufadas de folk, rock de carretera, alt-country y armonías vocales que rinden pleitesía a los discos colaborativos que Dolly Parton, Emmylou Harris y Linda Ronstadt publicaron hace ya unas cuantas décadas. Rodeadas de guitarras acústicas, pianos, órganos, dobros, banjos, mandolinas, violines y steel guitars; Plains se ponen en manos de Brad Cook (productor de Waxahatchee y cómplice habitual de Bon Iver, Snail Mail, Sharon Van Etten, Kevin Morby, Hurray for the Riff Raff o The War On Drugs) para exorcizar demonios y proponer una especie de enmienda a la totalidad de la vida moderna, en un viaje de retorno y reencuentro con unas raíces que poco a poco han ido abriéndose paso en las carreras individuales tanto de Crutchfield como de Williamson: las del Gran Sur del que ambas proceden. De forma confesa, y haciendo bandera de ello además, Plains nace no sólo de la amistad y admiración mutua entre dos de las compositoras más interesantes del universo yanqui actual; en el germen del proyecto está la reivindicación de un legado cultural que conecta poco con la inercia woke posmoderna de los grandes núcleos urbanos y que tiene bastante que ver con los cuadros de Grant Wood y la cosmogonía outlaw country de Waylon Jennings o Hank Williams Jr.
«I walked with you a ways» es un disco que habla de espacios abiertos, de llanuras infinitas y de desiertos; un disco que te hace sentir el viento en el rostro mientras transitas autopistas eternas. Es un disco sobre madreselvas, claveles, el paso del tiempo y la cara de alguien a quien quieres recortada contra un atardecer. En estas canciones, las grandes ciudades son citadas únicamente para huir de ellas, viendo como sus luces se alejan en el espejo retrovisor.
“Señor, si estoy equivocada, corrígeme; si no lo estoy, deja que salga el sol” canta Waxahatchee en ‘Line of Sight’, sentando el tono agridulce y a la vez esperanzado que atraviesa el disco entero, en una sucesión de estampas con las que Plains se sumergen en el vasto imaginario de la Americana para desarrollar un relato sobre errores, fracasos, huidas, redención, triunfos cotidianos e historias de introspección, sinsabores, empoderamiento, amor y perdón; sin grandes aspavientos ni dramatismo impostado. La tradición del storytelling country queda sublimada aquí con una Jess Williamson en estado de gracia que nos regala, en ‘Abilene’, el retrato descarnado de las esperanzas truncadas de una pareja con anhelos y sueños humildes (aquello de que los pobres tienen sueños pequeños): un par de acres, un porche cubierto, juguetes en el suelo y un jardín que cuidar; alegorías de una vida más simple que, inevitablemente, nos sumergen de nuevo en ese retorno a las raíces que envuelve la totalidad del álbum.
No hay prisas en esta obra; no hay urgencia, inmediatez ni fuegos artificiales. Un sentimiento luminoso de calma, placidez y sencillez impregna cada una de las diez canciones que dan forma, en poco más de media hora, a un trabajo de lenta digestión que poco a poco, con cada nueva escucha, desvela más y más detalles y capas de profundidad hasta ir haciendo mella poco a poco en el corazón.