Aún recuerdo cuando compré el vinilo del «Exile On Main St.», con el salario de uno de mis primeros trabajos no-precarios y un compañero de aquel entonces me dijo tajante; «Ahora ya puedes tirar a la basura toda tu colección de discos. Ya no los necesitas. Está todo ahí». Lo decía con ironía, pero no tanta. Tenía razón. The Rolling Stones editaban aquí algo así como la enciclopedia definitiva del rock and roll. Una catedral al género que reúne todas las raíces de lo que estaba antes, del rock de los ’70 y de todo lo que vendría a continuación. Para mí, todo empezaba mucho antes, desde mis orígenes, escuchando algunas de sus canciones desde el salón de la casa familiar y conformando la banda sonora a mi infancia. Como en mi caso, varias generaciones han sido marcadas a fuego por un disco que cumple este mes 50 años.
Medio siglo de vida, un ahora lejanísimo año 1972, en el cual se culminaba la Santísima Trinidad de Sus Satánicas Majestades. Tres álbumes consecutivos que reúnen lo mejor de la historia del rock y que les situaban definitivamente en una cumbre inalcanzable: «Let It Bleed» (1969), «Sticky Fingers» (1971) y este colosal «Exile On Main St.» (1972), que embalsama el momento de mayor esplendor creativo de la banda. Un disco que sirve como fotografía de ese instante crítico, fugaz, en el que se toca el cielo y se brilla hasta el deslumbramiento. El relámpago enérgico que marca el cenit de la juventud. El punto más alto y también el más excesivo.
Con un contexto cientos de veces narrado, todo lo que envolvió el nacimiento del «Exile» está rodeado del misticismo de las leyendas. Una huida a la Costa Azul francesa, escapando de la presión con el fisco británico y asentando su campamento base durante meses en la ya famosa Mansión Nellcôte. Allí, exiliados del mundo real, con continuas visitas de artistas, camellos y otros seres de la noche, vivirían un purgatorio lleno de demonios, conflictos permanentes, consumo masivo de drogas duras y muchísimo talento. Todos los testimonios alrededor del disco darían para para varios documentales, existiendo ya algunos muy notables. Este mejunje explosivo, que terminaría contagiando al álbum del espíritu del rock and roll puro, lo dejaremos aquí, pasando a bucear en las profundidades de lo más importante: las canciones.
Como un gran viaje por carretera, la primera escena se abre con el acelerón de ‘Rock Off’. Inmejorable forma de abrir un disco de rock, recogiendo con gusto exquisito todas las raíces del blues, con esos pianos salvajes, las trompetas aportando adrenalina y un Mick Jagger cantando con todo lo que tiene dentro. Un chute directo a la vena que dispara las endorfinas en ‘Rip This Joint’, donde viajan a los años ’50, subiendo al coche el rock primitivo de Chuck Berry y lanzándolo por una montaña rusa llena de vueltas y giros imposibles. Una de las canciones más espídicas de toda su discografía. Aquí podemos verles en acción ese mismo año. Por cierto, a tan solo dos semanas de poder verles en directo, nuevamente en Madrid.
La resaca del día siguiente llega con la aún narcótica ‘Shake Your Hips’, donde el LSD se mezcla con el blues pantanoso del delta del Mississippi, haciendo suyo, como nadie antes, toda la esencia de New Orleans. Un lujo y un desfase que siguen presente en ese boogie-woogie de ‘Casino Boogie’. Suerte que continúa rodando en uno de los temazos más reconocibles de la colección: ‘Tumbling Dice’. En él aparecen con luz reveladora los coros góspel para volver a definir el sabor de esa tradición norteamericana, calentada a fuego muy lento.
Una vez leí, no recuerdo ya donde, que los Rolling Stones tenían la virtud de haber sabido leer e interpretar el espíritu americano mejor que nadie. Unos ingleses con ojos frescos definiendo los cimientos de la cultura y la amplia tradición musical yanqui. ‘Sweet Virginia’ es posiblemente mi canción favorita de los Rolling, en un podio reñido con ‘Dead Flowers’ y ‘Shine a Light’. Una letra llena de poesía en la que se hacen alusiones a la droga y al alma del vaquero más elemental. Ese personaje perdedor y solitario, pero que guarda en sus botas un estilo de vida irrenunciable: «Sí, llevo el desierto en las uñas de los pies y el speed dentro de mi zapato». En lo instrumental, un derroche casi insultante de genialidad y buen gusto. Esas guitarras country, deudoras del mismísimo Ry Cooder, la armónica rasgada de Jagger calentando el aire, la cadencia elegante del tristemente fallecido Charlie Watts y la magia sobrecogedora de Bobby Keys a cargo del saxo, grabado, por si fuese poco, con bien de grano. Jamás me cansaré de escucharla.
Una influencia country, especialmente marcada por la amistad de Gram Parsons y Keith Richards que quedaría patente también en la igualmente sobresaliente ‘Torn And Frayed’. Un duelo permanente de guitarras entre Richards y el pedal steel a cargo de Al Perkins, invitado para la ocasión como tantos otros que pasarían por la mansión francesa. Retorciendo las raíces americanas, en su lado más oscuro, ‘Sweet Black Angel’ recoge el alma más política de la formación, dedicando este tema a Angela Davis, activista de los derechos civiles de la época. Todo ello grabado con mucha reverb y la percusión de Charlie Watts y Jimmy Miller sonando expansiva, haciendo de lo sencillo algo enorme y demostrando que serían capaces de hacer grandes canciones incluso con cuatro piedras y un palo.
Entrando en la epifanía, ‘Loving Cup’ nos sube hasta los cielos en apenas unos segundos, con eso teclados divinos de Nicky Hopkins y la pegada del bueno de Charlie, circunscribiendo toda la épica y la elegancia de The Band. Por su parte, ‘Happy’ da la alternancia en la voz a Richards, quien lanza esta desenfadada oda a las adicciones que le arrasaban en ese mismo momento vital. No puede sonar más real. Igualmente aceleradas suenan ‘Turd On The Run’, en su cara más sucia y una ‘All Down The Line’ en la que recuperan el pulso del sonido más clásico de las guitarras de los Stones. Se aproximan también al tribalismo colonial con ‘I Just Want To See His Face’. Entre medias, más blues, pero en este caso dando otra lección de estilo y girando al rollo más característico de Memphis con ‘Ventilator Blues’, con el bajo de Bill Wyman gobernando el tempo, o en la triposa ‘Stop Breaking Down’, donde vuelven a mezclarlo todo.
Con su carácter de pieza redonda, creada entorno a un concepto que atraviesa Estados Unidos de norte a sur, de izquierda a derecha por carretera, y pese a ser un disco doble, «Exile On Main St.» huye de los hits inmediatos. Es a través de su escucha completa cuando la obra adquiere las dimensiones megalíticas que la encumbran como un álbum legendario. Ya en el tramo final, la definitiva ‘Soul Survivor’ marca la superviviencia de todo lo vivido en estas grabaciones.
Antes de este clímax, la somnolienta ‘Let It Loose’ nos sumían en la morriña mientras que ‘Shine a Light’ nos clavaba un puñal directo al pecho. Un tema tan delicioso en lo instrumental como redentor en las letras, que baja hasta los bajos fondos del lumpen, la mala vida de verdad, para recogernos en brazos y darnos una esperanza para vivir: «Que el buen Dios te ilumine. Haz que cada canción que cantes sea tu melodía favorita. Que el buen Dios te ilumine, cálido como el sol de la tarde». En lo sonoro, estremecedor. Jagger dejándose las cuerda vocales, las guitarras de Richards y el colosal Mick Taylor en unos riffs stonianos a más no poder, el órgano y las percusiones, y ese coro góspel que es como abrir de par en par las puertas del cielo. ¡Joder, sí! Es mi canción de redención favorita.
Fue tan bestia todo lo que debió suceder en aquella mansión que de todos esos meses de retiro, no solo saldrían estas 18 canciones editadas. Muchas otras composiciones quedarían fuera de la edición del disco. Joyas escondidas que afortunadamente veían la luz con la reedición especial de 2010. Siete piezas entre las que se encuentran temas tan notables como este ‘Plundered My Soul’.
La leyenda quedaría sellada para la Historia con las fotografías de otro titán del arte (a cargo de las imágenes de la portada del disco), el suizo, Robert Frank, otro de esos personajes que, llegando desde fuera, traduciría mejor que nadie el carácter de los americanos en su magistral colección: «The Americans». Pero esa es otra película. Aquí me despido de este sentido homenaje a uno de esos álbumes que sin duda estaría en mi lista de esa absurda pregunta de; los discos que te llevarías a una isla desierta. A mí si me destierran, que sea con el «Exile».
Portada reinterpretada para este homenaje por El Averigua.